domingo, 31 de agosto de 2014

Rastros para hallarse en otro tiempo

Jorge cometió el mismo error dos veces. El primero fue asesinar en una riña, a mediados de los 90 a un sujeto que lo provocó en un local de pool. Le metió dos balazos en el tórax y otro en el cuello. Al salir del local, otro sujeto lo tomó del cuello, Jorge reaccionó con un codazo en los testículos y le metió un balazo en una pierna. En la cárcel la mayor parte de su familia lo abandonó, sólo su hermana le ayudó un par de veces al año con dinero y cosas las veces que lo fue a visitar. Su polola lo fue a ver los primeros dos años de condena, y casi a fines del tercero se fue a despedir. Estaba embarazada, se iba a casar y se iría a vivir al norte. En realidad, el padre de su hijo nunca se hizo cargo, se fue a vivir a Valdivia donde unas tías y terminó casándose con otro tipo años más tarde. Jorge, como parte de la sobrevivencia, comenzó a traficar drogas dentro de su módulo con ayuda de unos gendarmes de los cuales se ganó su confianza. Cuando lo sorprendieron, lo amenazaron de muerte y terminó soportando la responsabilidad junto a un par de compañeros. A esa altura, algunos años más en la cárcel no le parecían demasiado. En las noches, pensaba que tendría un poco más de cuarenta años cuando saliera en libertad, que no tendría nada y que debía sobrevivir en algo que no lo devolviera a ese lugar. Constantemente fantaseaba con la idea de que llegaba a su casa después de un día de mucho trabajo a ver televisión, conversar junto a su familia, comer algo, tener sexo, dormir para levantarse temprano y seguir viviendo una vida común y corriente. Esa sensación de estar ajeno a una vida así lo llenaba de angustia. A pesar de que su carácter era agresivo y poco tolerante, se ganó el respeto de los demás por ser una persona transparente y de buen humor. El hecho de tener habilidad para poder comunicarse, utilizar un vocabulario más amplio que el resto y su elocuencia, siempre le entregó una ventaja para abrirse paso ante los conflictos que se solían producir en la cárcel. La mayoría de sus compañeros cercanos comenzaron a salir, pero eso no fue dificultad para poder plegarse a otros grupos y gozar de una situación favorable. En ocasiones incluso llegó a proteger a los perkin, sólo mediando situaciones y con la palabra. Su buena conducta hizo que pudiese obtener beneficios en los últimos años, por lo que lo trasladaron al módulo donde estaban los de buen comportamiento y delitos menores. Ahí conoció a Andrés, un ingeniero comercial que había estafado al fisco en una concesión de las carreteras que se construyeron a fines de los 90. Andrés, que era un ávido lector comenzó a prestarle algunos libros. Fue el momento en que Jorge descubrió algo nuevo y que nunca había imaginado que pudiese existir. Nunca ante se interesó por descubrir algo de los lugares, de los cuales estaba privado por los errores cometidos, a través de un montón de papeles llenos de palabras que relataban cosas que ni siquiera sucedían realmente en el mundo real. Cualquier cosa que lo acercara a las fantasías de una vida común y corriente le entregaba satisfacción. Llegó a pensar de que después de todo, había algo por lo cual vivir sin tener que sentirse frustrado u oprimido a una vida llena de tragedias como la que le había tocado sortear. En la noche soñó con una imagen que lo perseguía desde niño, una profesora lo retaba frente al curso por no querer leer en voz alta. A su familia nunca le importó su educación y el país era pobre, por lo que era más urgente buscar alguna ocupación que permitiera llevar dinero a la casa para poder comer. Aunque no terminó el colegio, pensó que haría esos cursos nocturnos de los cuales había escuchado hablar a los gendarmes. Esa noche despertó mirando el techo, y como no pudo volver a dormir en un buen rato, cerró los ojos tratando de reconstruir en imágenes toda su historia hasta ese momento.

Ese ejercicio no era algo fuera de lo normal para las presos, el encierro provocaba no sólo imaginar cosas absurdas y buscar espacios de contención cerrando los ojos por las noches, sino que emanaban recuerdos instantáneos, diálogos exactos y espacios en que todo sin duda era mejor que el futuro. Recordó el domingo en que conoció a su padre. Con su hermana habían salido a vender calendarios y fotos de santos a la salida de las misas, cuando de pronto su hermana le indicó con un tono de amargura: Jorge ese es nuestro papá, el que nos abandonó. Quiso ir a hablarle, pero su hermana lo detuvo. Ambos lloraban. No se puede, le dijo, no podemos conocerlo, la mamá dijo que él ya no existe. Años más tarde lo volvió a ver caminando por el Paseo Ahumada. Lo encaró, recriminándole el abandono y este lo desconoció totalmente. Esa imagen lo marcó para siempre. Su madre lloraba, a pesar de que Jorge traía dinero a casa, porque sabía que había comenzado a robar. En un par de años a nadie le importó. Recordó el día en que conoció al único amor de su vida. Habían asaltado un almacén en La Reina y llovía como en los temporales de los años más pobres. Entró a un local en Gran Avenida, empapado, pidió un completo y un shop. La mesera que lo atendió tenía cara conocida. Le preguntó el nombre, se percató que vivía cerca del campamento, en las primeras casas dando la vuelta. Su tío era uno de los compradores de joyas robadas, al que iba a conocer en la cárcel, aunque condenado por violación. Nunca supo cuántos tiempo transcurrió entre ese día y el que entró a ese pool maldito con el arma cargada y con cocaína en los bolsillos. Si estaba seguro que fueron los mejores meses que vivió. Que pensó muchas veces en abandonar todo eso, buscar un trabajo común y forma una familia. La oportunidad de no ser como su padre. El resentimiento motivaba lo mejor de si. Ya no se estaba portando tan mal, pensaba. Ella sabía que a pesar de las cosas a que se dedicaba Jorge, era un buen tipo. Su esperanza era poder cambiarlo. Los recuerdos de ese tiempo volvían, aunque derivaban en las piezas de los moteles a los que iban día por medio. Todo terminaba en el instante preciso en que disparaba, una mesa de pool ensangrentada, personas agachadas, la noche en que pensaba si entregarse o escaparse a Argentina, la mañana siguiente en que llegaron a detenerlo. Ya habían pasado casi diez años, en breve sería libre ¿pero libre de qué? si nada lo ataba a algo, esos años de espera ni siquiera lo hicieron arrepentirse de matar a otra persona. Su segundo error fue no arrepentirse en serio. Saber que su vulnerabilidad lo podía llevar tarde o temprano a disparar sin importar quien fuese o la magnitud del conflicto que trataría de enfrentar. Pero si algo realmente lo hacía tomar conciencia, era la posibilidad remota de encontrar una mujer con la cual poder formar una familia. Esa familia que nunca tuvo, la que imaginaba en las noches más solitarias y frías de cárcel, la mejor forma de evadir un mundo cruel que nosotros mismos ayudamos a que se convirtiera en eso. Al paso de un rato, pensaba que era mejor dedicarse a los pequeños negocios y  vender cosas robadas, con todo lo que había aprendido en la cárcel, los contactos y las nuevas tecnologías, era mucho más fácil ganarse la vida en eso que buscando formas honradas para salir adelante. Su ventaja era que no tenía adicciones, que sus aproximaciones a la droga siempre fueron casuales y esporádicas, y el alcohol era parte de la vida social sin que representara un mayor problema. Así fue como en el paso de unos meses, para pagar la pieza de la pensión a donde había llegado, comenzó a vender celulares robados que le traían compañeros que habían salido hace poco y que en su última etapa había conocido bien. Gracias a su buen proceder y vocabulario, los compradores del persa Bio Bio no insistían demasiado en bajarle el precio, lo que a fin de cuentas resultaba conveniente. Así estuvo, hasta que su buena llegada le permitió hacerse amigo de uno de sus compradores, quien le ofreció ayuda para abrir su propio local de accesorios de celulares y equipos robados. El mismo tipo le ayudó a encontrar un arriendo barato, y Jorge comenzó a construir lentamente el espacio que siempre quiso habitar. Todas las mañanas llegaba temprano, pese a que no se vendía nada hasta pasado de las doce, era el primero en abrir y el último en cerrar. Se sentaba a leer La Tercera, tomando café o mate y en el negocio de la esquina compraba pan con mortadela fina, o salchichón cerveza. Al comienzo no entendía mucho de lo que pasaba en el país, le parecía que pese a que todo era muy distinto a ese lugar al que había dejado de ver desde que entró a la cárcel, los políticos seguían robando igual y peleando por cosas antiguas. Nunca se inscribió para votar y no le interesaba, a pesar de que tratar de entender un poco de todo eso que salía en los diarios le resultaba interesante. Pero eran las páginas policiales las que esperaba con ansias, porque su alma de pequeño delincuente lo hacía sentirse maravillado por las nuevas formas de organizarse en un mundo de incipiente innovación. Saber que bastaba con apretar unos botones y unas teclas para mover cifras de un lugar a otro, darse a la fuga con un nombre distinto, lo motivaba a aprender y fundar su propia organización. Así fue como comenzó a avanzar con sus lecturas de libros policiales, buscando todo tipo de novelas y a refugiarse en mundos agradables que hablaban en su idioma. Una mañana compró en el almacén de la esquina, luego en el kiosko y se sentó a leer el periódico, cuando vio un anuncio que le decía que podía encontrar al amor de su vida por una cifra que no aparecía pero bajo la condición de que si no le gustaba le devolvían su dinero. Lo primero que pensó fue que era una forma más de estafar a la gente, pero después de darle vueltas durante todo el día, se decidió a llamar y le reservaron una entrevista. Cuando comprobó que la cifra era demasiado alta para sus posibilidades, se dio cuenta que entre pagar eso y seguir gastando plata en prostitutas, prefería lo segundo sin duda. Fue en ese mundo donde la conoció, una tarde sin mucho más ánimo que pasar y atenderse. Leonor se hacía llamar, Catalina. Pasaron algunas semanas, primero le pidió el número de teléfono, después la invitó a salir varias veces pese a que en todas le dijeron que no. El hecho de que fuese una prostituta lo tenía sin cuidado, llegando incluso a comprobar que la crueldad de todo lo que lo rodeaba se encargaba de mostrarle que su destino era justamente llevarlo a experimentar cosas como esa. Un día le dijeron que si, y no fue mucho tiempo en el que ella dejó por completo ese trabajo y pasó a ayudar a Jorge en su local. Fueron días en que todo lo que había tenido que atravesar para llegar a ese momento le parecía significativo, como si a pesar de su vida colindante de tragedias le entregara más oportunidades de las que realmente merecía. Por las noches la miraba en silencio, cerraba los ojos y deseaba no despertar en la cárcel, porque la idea de que todo era frágil y se esfumaba en cualquier momento no dejaba de darle vueltas en la cabeza.