martes, 29 de marzo de 2022

28 marzo 2022


Hubo un momento en que nos detuvimos en la calle y miramos un nuevo edificio que antes no captamos, en el mismo lugar por el que pasamos tantas veces, incrédulos del momento en que apareció esto y desapareció lo de antes. Ni siquiera hubo un recuerdo susceptible de ser romantizado, ni una nostalgia impostada para declararnos contrario a la progresión inmobiliaria de una ciudad que fue devorada mientras nos divertimos y lloramos. 
A ratos celebramos un gesto urbano insignificante como algo transformador, pero el único propósito verdadero fue colmar el final del noticiario, porque nada de eso iba a ser algo definitivo. 

En 2006, estábamos inquietos y no teníamos un mundial para evadirnos como sociedad, así que como adolescentes llenos de entusiasmo nos lanzamos a las calles a buscar algo que el mundo nos debía por el hecho de estar presentes en esa escena, y eran cosas tan simples y concretas como la época en que todo se reducía a un listado de peticiones ordenadas a veces por urgencia, a veces por pura lluvia de palabras, y que al final nos conducían a otra conformidad o un capricho con resultado práctico, como hijos malcriados que lograban un juguete en la feria o el supermercado, porque la PSU y el pase escolar finalmente fueron gratis para nosotros e incorporados para siempre en el presupuesto de la nación.

Esas experiencias de estar fuera de nuestras casas, en sacos de dormir y salas húmedas, algunos buscando una familia temporal para hacer frente a la ausencia de los padres, pensando que la autonomía consistía en una protesta continuada, en un desarrollo colectivo que iba acumulando una memoria orgánica y caótica al mismo tiempo, y que terminaría por conducirnos a ser universitarios inconclusos, técnicos menospreciados, profesionales endeudados, prematuramente precarizados, consumistas asumidos, depresivos chistosos y analfabetos de emociones inabordables. Un tiempo en donde a la opinión pública y a quienes la construían, no les sonaba ni por si acaso la palabra sename. 

No sabíamos lo que significaba ganar porque apenas entendíamos que el fracaso podía ser conducido de otra manera, éramos herederos de conformarnos con algo que no era tan malo como lo que les había tocado a nuestros padres apenas unos años antes de esa chispa que incendió nuestras cabezas. 


Fueron los rostros que se nos repitieron por una década, los que nos llevaron a pensar que nada estaba cambiando aceleradamente, que no había un impacto significativo, y toda la energía liberada por algunos meses o semanas, volvía a contraerse y a transformarse en una estabilidad institucional en la que los rostros repetidos podían regocijarse. Una foto en la moneda con los brazos levantados celebrando lo que unos leían como la cooptación de la movilización, y otros como una democracia imperfecta que resolvía conflictos sin hacerse cargo de lo relevante para seguir. 


Ni siquiera alcanzamos a enterarnos de que un trabajador abrumado por una depresión severa, se quemó a lo bonzo en la moneda, para que luego unos años más tarde una canción transformara esa historia en un himno que hablaba de un viejo amor por conquistar y manos amigas de una soledad en que nuestra propia tristeza se incendió, cuando en realidad se trataba del suicidio de un obrero chileno de 50 años de edad, que denunciaba a la industria del asbesto liderada por pizarreño de al menos 300 muertes, a la mutual de seguridad de coludirse con la empresa, a los médicos por engañar a sus pacientes y al Estado de Chile de no ejercer su rol de fiscalización y socorro a las víctimas, despidiéndose con una de las frases más paralizantes y definitivas que leímos alguna vez: "Mi alma que desborda humanidad ya no soporta tanta injusticia".

El día en que leí esa carta, estaba marchando por la alameda con una camisa celeste, y en un panfleto alcancé a divisar el nombre y el mensaje, junto a otras frases escritas en estilo propaganda y condena. Casi una década más tarde volvería a leer la frase en una pared, en un día nublado en que comí sopaipillas por matucana, imaginé la desesperación desmesurada en ese gesto heroico de prenderse fuego y apuñalarse, un treinta de noviembre  para morir un primero de diciembre del año dos mil uno, con el alma completamente desgarrada de tanta humanidad incapaz de seguir soportando aquella impunidad de una historia fragmentada.

jueves, 24 de marzo de 2022

Lo que me dijiste al despedirnos

fue un instante en que el corazón saldría de nosotros

entonces tu risa y mi risa se fundieron en un mismo estallido

paralizamos lo que giraba y giramos 
resucitamos nuevamente en esa risa
en tu increíble ternura ambivalente
en la ansiedad de pertenecernos por ese mismo instante
como un pacto de personas sanas de tanto trauma

y nos miramos como se miran los desconocidos
incrédulos de nosotros y del mundo en extinción
que fuimos en otro tiempo perdido.

martes, 22 de febrero de 2022

Después de varios años

 De alguna forma nos hemos ido acostumbrando a esta inercia. Incluso culpando a la pandemia de cosas que nunca se habrían visto alteradas. Nadie podría decir que no ha hecho trampa. Toda persona tarde o temprano usará esa excusa como argumento. Antes de la pandemia igual dejamos de querer a gente que nos quiso. Incluso, tuvimos el desasosiego de pensar que nos iban a querer por ser lo que fuimos prometiendo algo que nunca seríamos. Y la vida fue tan mediocre como prometedora a su ritmo. Luego, dejamos que ese ritmo nos dominara por completo, y nos encogimos de hombros o suspiramos mientras terminábamos de lavar la loza pero faltaban todavía las ollas.

Ahora, que retomo este ejercicio de escribir mientras caen las horas, habiéndome preparado inconscientemente para verter un cúmulo absurdo de palabras en archivos, caigo en cuenta que no había otra manera de hacerse cargo de lo que duele incluso donde nadie sospecharía que duele. No escribir es una traición estricta. Es un harakiri en donde ni siquiera defendemos nuestro propio honor. Es el equivalente a suprimir el fuero interno en medio de las confusiones diarias y los estímulos que pululan en los trayectos. Cuando trato de comprender qué fue lo que me pasó, de solo pensarlo termino escribiendo. Es un acto reflejo, un destello de la naturaleza propia que trata de acomodarse y se siente raro. Fueron demasiados años tratando de negarme a decir algo que valiera la pena, pensando que quizás solo volvería a plasmar cosas que tuviesen cierto grado de trascendencia, cuando el solo hecho de estar aquí supone haber prevalecido a tempestades y al nihilismo. Creo que esto ya lo dije antes, probablemente de otra manera, pero fue dicho.  Sucede que trato de leerme y no puedo creer que mis expresiones sean tan estructuradas, incluso cuando improviso algo en este blog. Existe una impostura de abogado que no permite que la persona en situación de escribir emprenda vuelo y por fin sea libre. El abogado no me deja disfrutar completamente lo que se dice, como si todo tuviese que tener un propósito encaminado a resolver un problema, a dar respuesta a un conflicto o a simplemente coexistir en un mundo en donde todo tiene que tener alguna utilidad o es condenado a ser invisible. Y hoy después de varios años, ya no tengo miedo a tener que decir algo. Aunque ese algo esté totalmente desligado con lo que sea útil, con lo que sea visible, con lo que tenga algún grado de importancia para alguien que no sea simplemente yo detrás de un computador a deshoras. 


miércoles, 9 de febrero de 2022

Viajar ligero de equipaje

 Venía en el metro pensando en las personas que van y vienen del trabajo ligeros de equipaje y de cosas en las manos. Con suerte celular, llaves, billetera. A veces audífonos, a veces no. Eso replicado a viajes largos o viajes cortos, desplazamientos significativos o de menor impacto, es todo lo contrario a lo que elegí despistadamente el día en que asumí que la naturaleza propia implica un constante movimiento junto a objetos esenciales. Como ejercicio, trato en algunas ocasiones de salir ligero de equipaje, y pocas veces lo consigo.

Son completamente estoicos y no lo saben. Quienes fracasaremos en ese intento, deliberadamente elegimos una mochila, una agenda, libros sin leer, lápices, basura, monedas, audífonos que alguna vez se enredaron y luego solo quedaron ahí sin carga, chicles, carpetas, documentos, boletas, cargadores, golosinas, más basura, como una metáfora de asumir un peso que nadie nos asignó y que elegimos como acto inverosímil. 

Lo anterior aplica a las carencias, miedos, frustraciones, vacíos, confusiones, esperanzas, alivios, dolores y resentimientos, en un espiral que nunca pondera lo que es de acá y lo que es de allá, solo asume enfrentar al mundo, adentro de una canaleta que tiene hojas acumuladas que no permitirán fluidez alguna. Se puede pensar que quienes viajan ligeros de equipaje tiene menos herramientas para enfrentar las dificultades, versus quienes deciden acompañarse de objetos de todo tipo, pero es probable que gocen de mayor claridad y perspectiva al decidir, respecto de quienes reaccionarán empleando alguno de los múltiples objetos acumulados, en una mayor probabilidad de confusión y acciones erráticas.