sábado, 9 de agosto de 2014

A comienzos de siglo

Fue el año 2000 o 2001, lo que vendría siendo quinto o sexto básico. No eran tiempos muy amables, mi adolescencia mental y problemas existenciales se habían adelantado algunos años, por lo que en vez de jugar N64 o computador y estar más pendiente de Dragon Ball GT en los ratos libres, gastaba muchas horas en pensar cosas que años más tarde me parecerían tremendamente aburridas. Mis papás se habían separado definitivamente o estaban en proceso de aquello, aunque ya mi papá, en los hechos vivía el norte. Creo que esa etapa explica mucho acerca de mi vida y mi forma de verla, porque ese rol forzado de ser el interlocutor de dos personas adultas que no se hablan, me ayudó a comprender lo cruel que resultaban ser los adultos, sobretodo cuando eran tus padres y no podían dejar su orgullo de lado, volviendo natural el que su hijo mayor asumiera una responsabilidad que no tenía sentido. Pero las cosas fueron así, y cuando en la actualidad mi mamá me presiona para hablar algo con mi papá, evado diciendo que mis hermanos hace rato que están grandes y pueden perfectamente encargarse de eso. En el fondo, es como una respuesta automática a ese rol forzado y esta especie de trauma que me generó. Ni siquiera he ido al psicólogo para saber estas cosas, tampoco gastaría tiempo y plata en eso, pero creo que explica mi miedo al compromiso amoroso. Por eso huyo de cualquier cosa que se parezca a una relación. 
Hay varias cosas que tengo como bloqueadas en estos años. Sólo sé que eran tiempos complicados económicamente, que vivimos muchas veces al límite y nos atrasábamos con los arriendos. Mi mamá trabajó un tiempo haciendo encuestas y yo iba a buscar al colegio a mis hermanos y les daba once. Sé que miraba mucha tele, pero también pasaba horas mirando el techo de mi pieza. También salía a mirar por el balcón. 
El asunto es que recuerdo un día específico. El clima estaba extraño, supongo que era como finales de abril/comienzos de mayo, porque a esa altura recién compraba esos libros que pedían en el colegio y que costaban de 10 a 15 lucas. Por supuesto que era plata que costaba juntar o que mi papá enviara especialmente para eso. Mi mamá siempre estaba preocupada de estas cosas, pero también asumíamos que iba quedando rezagadas en las prioridades. Había que asegurar las listas de mis hermanos chicos, y estaba bien que así fuese. Si mi mamá no hubiese estado peleada con mi abuela en ese tiempo, y nos hubiese dejado verla, es seguro que nunca me habría faltado nada. Porque mi abuela siempre nos ha salvado de todas, y de los momentos más complejos de esos años. No sé si mi madre ha comprendido sinceramente lo que eso significa, porque a veces denoto que en sus palabras no hay realmente una gratitud hacia ella. Aunque más bien, ese es un problema directo de ella con mi abuela, en lo que yo ni mis hermanos tenemos influencia alguna. 
Bueno, esa tarde. Tenía que ir a comprarme el libro de inglés, de esos que piden en los colegios particulares subvencionados, que nunca nos enseñaron mucho de inglés en realidad. Había un valor aproximado, digamos que algo así como 13 mil pesos. Decían que lo vendían en San Diego con Santa Isabel. Ya casi todo mi curso lo tenía, y eso de tener que mirar el libro de mi compañero para hacer las actividades ya se había vuelto bastante molesto para él y para mi sobretodo. Mi mamá ese día estaba en la casa, por lo que pude ir a comprarlo sin problemas. Así que partí en esas micros amarillas que ya no existen, y me bajé en la alameda con San Diego. Pregunté en todos los puestos y negocios, y estaba agotado. Caminé hasta Santa Isabel, y no quedaba ninguno. Las hordas de apoderados ya se los habían apoderado todos. Mi mala suerte de ese tiempo persistía. En eso un señor me dice que es probable que en una librería en Vicuña Mackena lo vendan. Yo no tenía mucha orientación en esas calles, pero caminé preguntando hacia donde debía ir. Como nunca había caminado por esas calles, todo era desconocido, y por tanto, extenuante el caminar. Es increíble pensar que ese día toda distancia me parecía algo interminable, y hoy lo que más me gusta es caminar esas distancias. Tenía hambre, y el precio que consulté en todas partes era menos de lo que andaba trayendo. Asi que pasé a un negocio y me compré una bebida y unas galletas. No recuerdo cuanto gasté, pero supongamos que en plata de hace diez años hayan sido quinientos pesos. Cuando llegué a Vicuña Mackena la librería que me habían dicho, ya estaba cerrada. Sentí una especie de frustración por todo lo que me había costado llegar hasta ahí caminando. De pronto vi que más allá había otra librería, así que con harta ilusión entré y pregunté por el libro. Costaba 3 mil pesos más que en todas partes. Me faltaban dos mil quinientos pesos para comprarlo, y tuve un semi arrepentimiento. De no haberme comprado cosas para comer me habría faltado menos, pero de todos modos no habría podido comprarlo. Lo bueno es que ya no tenía hambre. Creo que en la ponderación el hambre podía justificar incluso quedarme sin libro y regresar a mi casa sin él. Pero también sabía que al otro día tenía inglés, y no podía soportar un día más mirando el libro de mi compañero sabiendo que ya tenía la plata para comprarlo y que había llegado hasta ahí. Hablé con el señor de la librería y le dije si podía venderme el libro y le dejaba mi carnet de identidad, que podía volver al otro día y pagar la diferencia. El señor me dijo que no. No sé cómo pensé eso del carnet de identidad, ahora que lo pienso nunca vi eso antes, o si lo vi no lo recuerdo ni ahora, ni lo recordé en ese momento. Así que pensé un rato sentado en la escalera de la entrada de un edificio. No podía volver a la casa con las manos vacías, era algo demasiado frustrante. Así que como no tenía ninguna vergüenza, me decidí. Esto era algo que veía a menudo en todas partes, y pensaba que como era niño la gente no me iba a decir que no. Me fui a parar afuera del metro a pedir plata para poder volver a mi casa. Al principio la gente no me escuchaba porque hablaba muy bajo, pero de a poco comencé a tomar confianza y ya si me hacía escuchar. No sé cuanto rato pasó, pero en un rato junté un poco más de tres mil pesos. Volví a la librería corriendo pensaba que la podrían cerrar en cualquier momento y el señor estaba bajando la cortina y colocando los candados. Cuando le dije que por favor me vendiera el libro, el señor me dijo que volviera al día siguiente a las 11 de la mañana cuando abriera, y ahí le dije que por favor necesitaba el libro, que tuve que ir a pedir plata afuera del metro para no llegar a mi casa sin nada. El señor me quedó mirando, le di lástima seguramente, y abrió el negocio. Me dejó el libro a un menor precio del que tenía y me regaló un libro de crucigramas para que me entretuviera en la micro. Me subí a una 361, sonaba una canción de Camilo Sesto, no recuerdo cuál era, pero era Camilo Sesto. Me senté en la última fila al lado de la ventana. Y volví a mi casa con la satisfacción de haberlo logrado, y con dos lucas en monedas macheteadas fuera del metro.