domingo, 18 de octubre de 2015

Plazo

Antonia no sabe si ir o no al concierto. Es consciente de que comprar las entradas aumentará su deuda, pues la cuota mensual de la tarjeta subirá un poco más y eso se traduce en que no podrá almorzar dos días laborales, en los que esperará ser invitada por alguno de los jotes que la persiguen desde el mismo día en que decidió que quería estar sola por un buen tiempo. La otra opción, aunque más reprochable considerando su prédica en los cumpleaños y carretes, es evadir el pasaje en la micro alternativamente. Entra a la página de las entradas, piensa en comprar la más barata, pero luego recuerda que la última vez que lo hizo terminó en una pésima ubicación y junto a personas que se dedicaron todo el concierto a mirar sus celulares y a opinar entre cada canción. Estar en medio del tumulto le ahorra ese peligro y la expone a revivir su pasión más desaforada, la misma que alguna vez la llevó a sacarse la polera y los sostenes en San Carlos de Apoquindo mientras tocaba Pearl Jam. Compra las entradas, simula la deuda, simula que no le importa tanto, simula que quiere permanecer trabajando un buen rato frente al computador mientras sus compañeros de oficina se reíen de un video que ven en youtube. Los mira con desprecio, como aborreciendo su propia vida y las deudas y angustias que la afligen. Gastarse los sueldos del pasado y del futuro en conciertos es la dosis necesaria para suplir sus carencias. Lo mismo que comprar zapatos o libros de cocina y decoración, que abandonará al poco tiempo. La confirmación de compra llega a su correo.

Apenas cinco minutos bastan para salir corriendo de ese lugar cuando ha terminado la jornada. Esos cinco minutos son el tiempo que demora en apagar el computador, acumular la basura del escritorio en su cartera, tomar el ascensor, evitar encontrarse con personas que le caen mal y mirar el teléfono. Decide caminar un poco para mirar las mismas ofertas que ha visto en las vitrinas los días anteriores, con la esperanza de que exista una oferta de la oferta y el cupo disponible de la tarjeta pueda pagarlo, en caso contrario, sentirá la misma frustración que experimenta cada vez que un hombre superficial la decepciona. 

Decide seguir caminando un par de cuadras antes de tomar la micro. Recuerda que en esa misma calle alguna vez fue feliz, y que mientras eso sucedía pensaba que independiente de lo que estuviese sucediendo en diez años más, lo único claro era que pasaría más tiempo encerrada en una oficina ganando un sueldo de mierda para comprar cosas que no necesitaría. Cuando llega a su casa lanza la cartera a cualquier parte, enciende la tele, la deja prendida en el canal de noticias, abre el refrigerador, cierra el refrigerador, coloca el hervidor, se asoma por la ventana de la cocina para mirar hacia el poniente, esperando ver cualquier avión. Cuando el avión aparece suspira imaginando que un día lo dejará todo y cumplirá su sueño de recorrer el mundo. Se acuesta en el sillón, cierra los ojos, se acuerda de que el agua está hervida hace un rato. Vuelve a prender el hervidor. 

Cuando la película o el capítulo de la serie ha terminado y le ha parecido un pérdida de tiempo, lanza un improporio al aire parar conciliar lo que ha evadido. Como al día siguiente no alcanzará a terminar el informe, debe avanzar en él dejando de dormir algunas horas. De pronto suena el teléfono, el número es desconocido y decide no contestar. Quién se atreve a llamarme a esta hora. El número sigue insitiendo dos veces más. Decide que la próxima vez contestará, podría ser importante. No hay próxima vez.

Los cinco minutos más se transforman en veinte. Desde que cae la primera gota de la ducha en su cabeza hasta el momento en que enciende el computador de la oficina pasan cuarenta y cinco minutos. En esos cuarenta y cinco minutos pensará diez veces en cosas que no hizo y debió haber hecho, otras trece en lo que dirá cuando el último hombre que le rompió el corazón vuelva a pedirle perdón, y tres en que llegará atrasada. Decide ser eficiente y terminar lo más pronto posible el informe. No almuerza. Le pide a un compañero que le traiga una galleta del kiosko cuando vuelva. Va en el cuarto café del día y antes de terminar podría ir por el quinto. Manda el correo y se olvida de adjuntar el informe. Manda un segundo correo, rectificando su olvido. Mira whatsapp y se da cuenta que le habla el número desconocido. Es una ex compañera del liceo. Por la foto de perfil,  imagina que está más gorda y se ríe de la expresión de su rostro.

La semana ha terminado y no hay ninguna novedad al respecto. No le han pedido perdón, sus deudas han aumentado, al igual que sus probabilidades de padecer una úlcera. Se asoma al balcón con un cigarro prendido que se va extiguiendo prácticamente solo. Lanza el cigarro a la calle y rompe en llanto. Sabe que tal como decía su mamá cada vez que había algún problema aparente, llorar no soluciona los problemas que no existen. Pero llora, llora porque no tiene otra cosa que hacer un viernes por la noche. Llora porque ha decidido estar sola, enamorarse de su soledad y no mirar a los ojos a quienes no le merecen aprecio. Cuando termina de llorar se da cuenta que no ha conseguido nada. Que su madre está vieja y no ha dejado de tener razón.