sábado, 30 de agosto de 2014

Nicanor

Ayer fui a la exposición de las fotos de Nicanor Parra en el GAM, y me dediqué a contemplar con admiración cada uno de sus detalles,  como quien tiene todo el tiempo del mundo para no moverse a otro lugar de la ciudad. Además de disfrutar con gran asombro la mayor parte de esas imágenes, en pensar en los amores de Nicanor, en el misterio de su visión política y en todos los malos ratos que le trajo la época de los ideologismos polarizados, el recorrido de un siglo entero dedicado a cosas que no siempre fueron comprendidas, o por las cuales debían transcurrir un par de décadas para que tuviese la valoración merecida. Aunque en homenajes es seguro que vamos a quedar cortos, en la historia el hecho de que su centenario lo encuentre vivo y lúcido, vendría siendo el mejor de los homenajes. 

Este año me he encontrado otra vez con los versos de Parra, no sólo por su centenario, sino porque volver a Santiago ha tenido un poco de Parra también. He empezado a sumar otros poemas a mi batería de poemas que puedo declamar en público y de memoria, aunque no los he practicado como quisiera, es cosa de que empiece a jugar con ello y aproveche los eventos sociales en donde sea acorde. He notado que como no es tan común que alguien mantenga viva una práctica tan antigua como la poesía misma, las personas disfrutan de esos detalles, de apreciar la poesía en lo cotidiano como bien lo retrata Parra en su estilo. A eso también iré presentando algunos de los he escrito y que he ido seleccionando en estos años. Todo está volviendo un poco ahora que hago el intento por escribir más seguido, sumergido en la travesía del exámen de grado y de los días contemplativos que pasan desprevenidos, y sin marcar algún hito. Decía el otro día que de a poco empiezo a soltar un poco más las palabras. Eso sucede cuando se asume este ejercicio constante de escribir sobre cualquier asunto, con y sin trascendencia. 

También me acordé de la Den. Un poco antes de su cumpleaños me mandó un sms, no sé si desde su mismo número o de otro, porque perdí muchos números en mi teléfono antiguo, pero supe que era ella por lo que decía el breve mensaje. La servilleta escrita en lápiz verde que dice siempre vuelvo, es del mismo día, ahí en un restaurant en Las Cruces. Fuimos a ver a Nicanor Parra, a la vida, sin más que el entusiasmo y el azar. En el trayecto conversamos cosas sobre la gente que nos gustaba en ese tiempo, seguido de otras sin mucha importancia y alguna otra en ese lenguaje a ratos complejo, a ratos simple, y siempre demostrativo de cierta profundidad, como si un espíritu se apoderara de esos momentos. Sé que en el camino de ida, de pronto la miré hablando algo y pensé que esa mujer lograba hacerme sentir tranquilo, quieto, como si no hubiese que correr hacia nada más, era rara nuestra amistad, aunque era más amistad que otra cosa (¡Quién es el que no besa a sus amigas!). Subimos las escaleras que están junto a su casa, con ese fervor de almas puras en busca de lo desconocido, y temerosos avanzamos hacia ese encuentro. Un hijo de él nos encontró afuera y nos dijo algo sobre que a su edad -casi 100 años- ya no recibía a nadie. Pero a nosotros no nos importó, porque fue en ese momento que de pronto con un gato en los brazos y con una vestimenta casual apareció el antipoeta, con una sonrisa y un andar entusiasta. Se dirigió hacia nosotros y nos preguntó quiénes éramos, nosotros explicamos brevemente nuestro origen y motivo, su sonrisa burlona nos trató con amabilidad y esos dos minutos y algo más, fueron exactamente lo que esperamos junto a la Den. Además, al despedirnos, nos dio su número de teléfono y nos dijo que la próxima vez lo llamáramos -porque en el siglo veintiuno la gente llama antes de visitarse- y yo le dije que la gente antes de visitarse primero debe conocerse, que eso venía antes de llamarse. Sonrió con gentileza, se despidió alegremente y le guiñó el ojo a la Den con la coquetería que solamente Nicanor Parra puede expresar. Nosotros ya estábamos más que pagados.

No recuerdo exactamente el orden de lo que vino después, pero lo que vino fue un almuerzo, la frase escrita en la servilleta, a propósito de algo que hoy no tiene mucho sentido pero se cumplió. Para no quedarme sin su piel en mi cara, me exigió afeitarme, así que en un momento -probablemente después del almuerzo- entramos a un negocio a comprar una máquina de afeitar, caminamos por la playa hacia las rocas y nos reímos mucho mientras me sacaba todo rastro de barba con el único motivo de que pudiésemos apoyar nuestros rostros sin dañar su delicada  y exagerada piel. No era la primera vez que una mujer condicionaba su cariño al acto de afeitarme, ni tampoco sería la última por aquel tiempo. No sé cuántas horas estuvimos acostados en la arena, pero lo suficiente para quedar impregnado de su aroma exquisito, el cual puedo recordar perfectamente mientras escribo esto. Quedarme en silencio junto a ella en ese lugar no fue algo que pude volver a repetir en otras experiencias, no digamos si las posteriores fueron mejores o peores, pero no al menos con esa tranquilidad. En el bus de vuelta nos abrazamos todo el trayecto, nos cantamos canciones al oído. Creo que llegó un momento en donde me sentí ridículo, aunque sabía que eso debía estimarlo como algo significativo, mi racionalidad que iba poco a poco consolidándose me indicaba que no era algo necesario, pero yo sabia que responder ante esos caprichos y sus detalles finalmente eran parte de su esencia. En una carta que le escribí desde Concepción alguna vez, le confesé que ella era precisamente el tipo de mujer de la que me encantaría enamorarme pero de la cual nunca me enamoraría. Sé que por alguna parte debo guardar los borradores de esas cartas. La última que le envié jamás me la respondió, se excuso en el colapso de los fines de semestre universitario, los mismos desde donde buscaba un lugar y momento en el que poder contar lo que iba aconteciendo en esos meses. Hubo otros momentos posteriores, pero nunca bajo la excusa llamada Nicanor Parra. También sé que nos prometimos que ninguno de los dos iría nuevamente a Las Cruces con el mismo objetivo sin el otro, y aquí confieso que un par de veces estuve a punto de ir junto a otras mujeres, pero que algo sucedía y lo evitaba. No sé si pasado los años a la Den esto le importaría, pero al menos de mi parte no me dejaría indiferente. Sé que hubo un momento natural en el que ya perdimos el interés el uno por el otro, y nuestra amistad se fue alejando junto a nuestras propias circunstancias. Pueden pasar varios meses sin acordarme de ella, incluso he llegado a olvidar su cumpleaños sabiendo que ella sería incapaz de olvidarse del mio, a pesar de que no me vaya a saludar. Ella siempre se acuerda de los cumpleaños de todos, en una habilidad maravillosa para recordar fechas de todo tipo. Pese a todo eso, nunca he vuelto a sentir el impulso de buscarla para compartir un momento, escucharla, buscar su siempre oportuna comprensión y su palabra elemental, es probable que su estado sentimental sea el motivo a inhibirme de eso, a lo lejos sé que pasa buenos tiempos, y que todavía no ha llegado una época en la cual escribir nuevos mensajes en otras servilletas, para constatar que de sus ojos siguen inconclusos los misterios de las amistades extrañas, de su cariño y de los días normales.