viernes, 19 de diciembre de 2014

Claramente ese día tomé menos precauciones que de costumbre. Aceleré mi salida de tal manera que ni siquiera advertí que el portazo sobrepasaría los estándares de los portazos urbanos. Hubiese preferido que se debiera a un ímpetu mayor, y no a una especie de desaliento. Hay días en que me subo al metro más contento que en otros, y no es por un motivo en particular. Tengo claro que es algo común y que le sucede a millones de personas en el mundo diariamente. Ese día estaba contento porque había dimensionado que estaba haciendo lo correcto. Lo que no esperé estar haciendo en otro tiempo, algo así como recuperar una época a la que no dediqué parte del entusiasmo. Por suerte el entusiasmo no se irá en harto rato.

A pesar de eso, el hecho de que las personas no dejen bajar antes de subir a los vagones me provoca un malestar diario. Esa idea de que todos deben salvarse solos sin importar que las reglas buscan el bienestar de todos. Me subo rápido para lograr llegar donde quiero, no me importa si el otro necesita bajar para que quien respeta la regla del bienestar tampoco pueda subir a tiempo. Ese día tuve que por motivos de urgencia, y luego de dejar bajar antes de subir, subir tan a prisa que quien estaba en una posición más cercana a la puerta quedó abajo, y fue un hecho que me produjo tal desaliento, pues pasé a ser aquel que tratando de salvar su espacio dejó a otro fuera. El metro de Santiago en las mañanas es mucho más representativo de como es la sociedad moderna, que otros elementos aparentemente ilustrativos.