sábado, 15 de agosto de 2015

Habitantes de bibliotecas I

Los libros que dan de baja en las bibliotecas públicas de las ciudades van a parar a las bibliotecas de escuelas rurales y pueblos que reviven en los veranos o en las catástrofes naturales. Hace tiempo que quiero escribir sobre bibliotecas y personas que viven en ellas. Como esa joven que estudia arte o algo que tiene que ver con esa palabra, y lee muchos textos, usa dos destacadores que va renovando cada semana, y cuando termina de leer se para y se va. No importa cuántas horas hayan pasado, concluido ese texto emprende salida. Su chasquilla es una constante improvisación y sus mejillas son excesivamente rosadas, como una guagua de campo diría mi amigo Felipe. O aquella señora que después de fallecer su marido de un cáncer que la tuvo tantos años luchando, decidió que en vez de caer en la peor de las depresiones, se pondría a leer todo lo que estuviera a su alcance. A veces se limita a buscar libros, otros a sentarse en silencio en alguna sala de estudio silencioso, en un silencio más profundo, a leer murakami, su autor favorito a esta altura. No es un profesional sub 35 que pedalea a su trabajo y vive en Providencia, y que busca presumir leer dicho autor para no quedar fuera de alguna conversación o a iniciarla él mismo, es una señora de un poco más de sesenta años que hizo de su viudez una oportunidad para leer sobre otros mundos. Hay un tipo que a la vista evidencia su rareza, viste ropas que no ha tomado mucho tiempo en decidir comprar o vestir, porque no parece importarle demasiado lo que pasa afuera. Se limita a escribir sobre su viejo notebook, textos, guiones, cuentos, relatos, cosas que cuando imprime las va leyendo y comienza a caminar, tratando de corregir aquello que no le es conforme, repitiendo un estilo de vida que sin querer hizo parte de los espacio que habita y no puede abandonar. Su característica, es que suele hablarle a mujeres jóvenes, regalarles chocolates o golosinas, abrirse paso entre sus obesiones para encontrar alguna que manifieste algo más que simpatía. En Concepción, un señor baja en avenida Los Carrera, compra en fruna un paquete de galletas Paseo y una Cola Fruna de litro y medio, y camina por Caupolicán hacia la Municipal. Se registra, sube las escaleras, dobla a la derecha, pide los periódicos del día y toma asiento. La botella arriba de la mesa, y la bolsa con galletas en una silla junto a la que está sentado. Está prohibido comer, pero el no conoce esas reglas. El misterio sobre lo que su vida esconde para muchos de los estudiantes que acuden diaramente se vuelve un mito. Siempre hay gente aburrida y creativa acechando para ello. Sigue completando los crucigrama de los diarios antes de que sus competidores ocasionales lleguen a hacer lo mismo. Marca empleos en su cuaderno, pero no avanza demasiado en eso. Saca un cuaderno de su bolso, y a veces pide libros o trae los suyos, y comienza a copiar párrafos. Todas esas palabras, en una califrafía distosionada, unidas al sonido del masticar de las galletas y el gesto veloz en que toma bebida de la botella. 
Una señora aborda el metro en estación República, con su bastón, una bolsa de género en la que lleva misterios, y su mirada perdida en cosas que el resto de las personas no hemos sido capaces de apreciar. Baja junto a las estaciones de la biblioteca escogida, pedirá La Tercera, se sentará a leer novelas elegidas al azar o recomendadas, y podrá hacer cualquier otra cosa, pero en un minuto determinado sus ojos se cierran y su cabeza cae levemente, y en eso pueden transcurrir fácilmente treinta minutos. Una vez la vi dormir casi una hora. Algunas veces la han venido a buscar, otras es ella misma quien regresa, junto a su bolsa, su mirada perdida y cosas que aprendió durante el día. 

Hay muchos otros personajes que habitan bibliotecas públicas a diario, hacen de ellas el lugar de estudio o trabajo, el refugio a las penas, el habitat natural de las horas sencillas, el resto de los días que quedan para morir y ser olvidados. Merecen un reconocimiento especial, pero en el lenguaje moderno del estado chileno moderno, son los usuarios. Para mi son los habitantes de bibliotecas, seres que viven una época diferente a pesar de los mismos problemas que el resto, quienes voluntaria o involuntariamente pasan y pasan. Los ratones de biblioteca de otrora a los que poetas y escritores hicieron burla y desprecio, fueron reemplazos por personas comunes. Yo los aprendí a querer y a extrañar cuando ya no los vi más. Sin darme cuenta me volví un habitante de las bibliotecas, de aquellos que se sumergen en libros y autores que no alcazaré a leer y que de solo dimensionar la imposibilidad que conlleva aprehender todo eso, sentirá una pequeña frustración de no vivir otra vida para solo leer. Los funcionarios de las bibliotecas nos incorporan a su jornada laboral, como el dueño de un bar que atiende una barra y ya sabe que pedirá el cliente habitual al solo tomar asiento y apoyar los codos.